domingo, 2 de septiembre de 2018

Me volví catador en la obscuridad de la noche: Avelino Hernández


Tuve la fortuna de criarme con mis abuelos en un cafetal muy cerca de lo que ahora es el centro de Coatepec. No teníamos electricidad, por lo que era común que la noche me alcanzara jugando en la calle con los niños de barrio.

Mi abuelo, que trabajaba con un finquero, construyó un hermoso jacal cuyos muros estaban hechos de puertas antiguas y pedazos de materiales que recolectaba de otras casas. Recuerdo que uno de mis juegos favoritos era tocar las aldabas de las puertas y meter una llave a cada uno de los cerrojos, con la esperanza de poder abrirlas para encontrar un mundo mágico del otro lado.


Mi abuela se llamaba Pastora y era curandera. Por las tardes la acompañaba a visitar a los enfermos que acudían a ella en busca de sanación. Cuando le pagaban con café, llegaba a la casa y sacaba su molino, con el que también molía el nixtamal, y empezaba un ritual mágico, que sin proponérselo me iba a marcar para todo la vida; aquella molienda que ella misma hacia con los instrumentos que tenia a la mano, fue mi primer contacto con todo el proceso que envuelve el café.

A las seis de la tarde, mi abuela nos llamaba a beber café, y una vez que todos nos habíamos sentado en la mesa, el abuelo hacia una oración para dar gracias por los alimentos, después la abuela empezaba a servir el café y a pasar las tortillas hechas a mano, algunos tocábamos tazas, otros vasos de veladora, y en ese momento, en medio de la finca fluían las leyendas y los anécdotas que se desarrollaban en un ambiente perfecto para que todos echáramos a volar nuestra imaginación.

Fueron en esas reuniones tan tradicionales entre las familias coatepecanas, donde me inicie como catador; la obscuridad de la noche me permitió aprender a separar los olores del ambiente que nos rodeaba: el del combustible consumiendose en los candiles, el olor del pan en la mesa, el de los frijoles de olla, el de las tortillas dorandose en el comal, el olor del café hirviendo en el brasero, el inconfundible olor de los arboles de naranja y de guayaba que había en la finca, el aroma de los jardines de cultivares de plantas medicinales, el olor a tierra mojada que traía el aire que entraba por la ventana.

Ahora que recuerdo mi infancia, me doy cuenta que la vida me preparaba para ser embajador de Coatepec y su café.